Capítulo II: Cobarde
LUNES DEL 07 DE JUNIO, 2010
Nuevamente retrocedamos en
el tiempo y ubiquémonos ahora en el verano de 2010. A estas alturas de mi
vida, sólo Karlyn sabe de él ―ya había mencionado que me resulta un tanto difícil poder
confiar en las personas―. Quizá mis demás amistades me habrán escuchado aludir a
su nombre, o dar uno de esos ligeros suspiros de amor, una o dos veces máximo.
Pero me he propuesto confesarlo todo. Y parte de esta confesión incluye aceptar
el hecho de haberme enamorado entera y perdidamente desde la primera vez que lo
vi. ¿Dónde nos conocimos? Perfecto. Esa es otra de las cuestiones que han
circulado en mi cabeza centenares de veces, y ni por todo lo que he visto,
escuchado o entendido hasta hoy, soy capaz de responder. La única referencia
que puedo darte ―y darme a mí misma―, son los jardines Brent ―mejor conocidos
como Brent Parc―; una preciada
floresta enterrada en el corazón histórico de una de las ciudades nororientales
más bellas de Francia, que bien sabían comportarse como paladín a mis sentidos, debido
a su proximidad con el instituto. Y fue precisamente ahí donde todo comenzó. O mejor
dicho, donde continuó.
Perfecto; prosigo. Durante mis primeros años del Lycée había estado en busca de un sitio
lo suficientemente sosegado, accesible y virginal, que me permitiera deshacerme
de toda esa tensión acumulada en el colegio antes de llegar a casa y contaminar
a mi ya contaminada madre con ella. Pero lamentablemente, días después de
iniciada la búsqueda, terminé por darme cuenta que los espacios abiertos con verdadero
oxígeno de calidad escasean tanto que, ya hasta pudiese decir, que están por extinguirse de esta docta, superflua, y asquerosa edad
contemporánea. Y es que a veces, hasta pareciese que un metro de asfalto fuera mil
veces más valioso que un árbol… ¡Bah! De cualquier forma me será imposible cambiar
la idiosincrasia de la sociedad actual con unas simples palabras que protesten
mi inconformidad. En este punto, la contaminación del alma se ha esparcido igual
o aun más veloz que la basura; y aunque ésta última suene un tanto menos
perjudicial que la primera, los efectos de ambas se han vuelto igual de nocivos
e irreversibles incluso para la ciencia misma.
No obstante; aunque sea común en la actualidad encontrar activistas
que luchan en pro de la naturaleza ―entre los que me
incluyo yo sin procurar tu ovación―; es por
nuestras acciones meramente por las que nos será casi imposible frenar los
daños cometidos en contra del Planeta Tierra, y evitar así, el trágico final al que humanidad se ha destinado por
sí sola. Sin embargo; lo que más angustia de toda esta inmundicia humana, es
ver que las personas siguen ahí; contemplando parsimoniosamente cómo se deshace
el mundo en el que viven, con las manos auto-mutiladas y sin hacer nada al
respecto; los individuos continúan generando desechos sin ninguna clase de
consideración; los autos devoran combustible como cerdos insaciables; miles de
hectáreas de bosques y suelos fértiles son perdidos cada año consecuencia de la
abrupta industrialización. Y como si esto fuese poco, los jóvenes empiezan a
traer hijos al mundo desde edades muy tempranas ―lo que se suma a las ya de por sí altas tasas mundiales de
natalidad―, y produce a su
vez más basura, más autos, más viviendas… ¡Y más críos! ¿Pero qué puedo hacer al respecto, tú dime?
¡Nada! A mí sólo me queda hacer mi parte, ya. No tener hijos. Tragarme de nuevo mi coraje y resignarme.
Resignarme como todos los demás.
Hablo del medio ambiente de esta forma por el gran
impacto que ha tenido en mi vida; admitiendo además que después de conocer a Léonard,
mi conciencia ambiental aumentó significativamente. Pero… ¿a qué tipo de
impacto me refiero? En primera, porque era en Brent Parc precisamente donde
solía repasar mis lecciones y aventajar los deberes; darle play al iPod para
amenizar un libro, o simplemente tumbarme boca arriba y descubrir figuras en los
celajes vespertinos que se deslizaban por los cielos. En segundo lugar, tenemos al frondoso
árbol que destacaba entre todos los del vecindario ―bajo donde solía
sentarse él por las tardes―; un mágico fresno que a consideración mía, era el ser
vivo más bello y exuberante de toda la arboleda; y tal vez, hasta de toda la
región en sí.
Pero retomemos el tema de Léonard. Es vergonzoso decir que
continuamente lo observaba; lo vigilaba, para ser más precisa. Con tantas veces
que coincidimos en el parque no me fue difícil crearme toda una idea mental de
cómo podría ser él; y de cómo, a su vez, podría acoplarse a mi difícil personalidad.
Disfrutaba tanto, más que cualquier otra cosa en el mundo, verlo sentado en el
césped mojado con ese cuadernillo de pastas coloradas en el regazo; produciendo, como
escritor del New York Times, páginas
enteras de una obra que parecía cautivarme más a mí que a él. No
obstante; por mis «meras y grandiosas cualidades analíticas», supuse de inmediato
que más que un encargo de tan prestigiosa compañía, dicho texto debía tratarse sobre
algún proyecto escolar: una novela, un comprendio de poemas, un ensayo, o ya al
menos un reporte del desarrollo de las hojas pinnaticompuestas en los magistrales Fraxinus
Excelsior. Pero pasados los meses Léonard seguía conservando la misma
libreta de cuero bajo el brazo... ¡Los deberes no duran tanto por más complejos
que éstos sean! Fue con ello con lo que pude asegurar esa fuerte pasión que él
debía sentía por las letras.
―¡Fantástico! ―meditaba a puerta cerrada en mi habitación cada tarde al regresar del
parque. «Con eso de que la
literatura encabeza la lista de mis asignaturas favoritas…»
Pero incluso así, lo que era más extraño de todo este
asunto, era que siempre se encontraba solo: nunca le conocí amigos o familiares;
al menos hasta entonces. Él parecía ser
mucho mejor observador que yo; más recatado, escrupuloso, apático, manipulador y
quizá hasta en cierto grado un tanto inadaptado; desafiando con ello viejas teorías
sobre las relaciones interpersonales, y de cómo las personas son incapaces de
sobrevivir en el medio sin una correspondencia o vínculo afectivo siquiera. Misterioso
e introvertido eran sus principales adjetivos, no obstante; y precisamente por esto,
aquel chico tenía un algo y no sabía
qué; una magnetismo personal jamás experimentado con cualquier otra persona en
la vida.
Así que a pesar de estar casi muriendo por entablar una
conversación con él, jamás me atreví a hacerlo; su mirada sabía propiciar escalofríos
mucho antes de llegar a verla. Era como el mismo todo en lo absoluto, como
un artilugio para dominar al mundo en un instante… Yo a su vez, me sentía
desprotegida, no era nada; nada frente a él más que una inmunda cobarde.
En cualquier caso me aliviaba saber, tan sólo por el
lustre de sus ojos, que él sentía exactamente lo mismo por mí. Todas las tardes,
Léonard intentaba decirme algo con el mismo viejo método de miradas furtivas. Pero
como en aquel entonces yo no estaba acostumbrada a encontrarle sentido a ese
tipo de vibraciones kármicas, nunca pude seguirle el juego tanto tiempo. Así
que cada vez que él se lucía haciéndolo, inmediatamente me veía en la necesidad
de bajar la vista y tratar penosamente de difuminarla en la acera. Era un hecho
que pasados los tres segundos, me fuese imposible soportarla; aun me resistía a
cederle una sola gota de vida antes de verme cautiva en sus pupilas.
Por ello mismo aceptaré decir que tanto la mirada y la
energía que emanaban de su cuerpo, eran tan fuertes y atrayentes como si se
tratase de un auténtico agujero negro en el espacio; al ser
incomprensibles, se volvían aterradoras. Incluso todavía recuerdo cómo mis
manos transpiraban hielo líquido desde una o dos manzanas antes de llegar a verlo. «¡Patético!»,
pensé la primera vez que sucedió; pero al paso de los días comencé a encontrar
que tanta dosis de consternación, misterio, y seducción, eran más que irresistibles.
De ahí a que lo que más me atrajera de él físicamente ―como ya te
habrás dado cuenta― fuesen
sus ojos de sádica obsidiana: muy grandes y expresivos; matizados en un tono
tan obscuro, que las pocas veces que llegamos a hacer ese contacto visual que
tanto aborrecía, un eclipse de emociones rutilantes era capaz de traspasar más
allá de mi corazón y de mi alma.
Pero la divinidad no se expresa únicamente en un par de ojos perfectos… Así que Léonard era más que eso.
Pero la divinidad no se expresa únicamente en un par de ojos perfectos… Así que Léonard era más que eso.
Continuando entonces con aquella
clase de encantamiento a primera vista, bien podría decirse que cada vez que me
era posible hacer burla de los reflejos tan astutos del chico, solía contemplar
su cabellera sin perder un instante en lo absoluto: una mata bastante negruzca, abundante
y sedosa; tan llena de naturalidad por haber
logrado un despeinado perfecto y sin ninguna sustancia de por medio, que fácilmente lograría el mejor sex-appeal a la vista de cualquiera.