Capítulo III: Electrizante
Pero entonces el destino quiso intervenir y mi mundo de
ilusiones se esfumó con el mismísimo verano. Cuando las corrientes del oeste comenzaron
a soplar con una fuerza tremendamente destructiva propia del noveno mes; y los
cirros generados embellecían un horizonte interminable entre tinturas
azafranadas, añiles y violáceas… Cuando los pequeños pajarillos volaban a sus
nidos adentrándose en la sinfonía del viento, y la hierba fresca se meneaba de
un lado para otro soltando sus aromas en completa libertad; entonces, y sólo
hasta entonces, todo se volvió naturaleza; todo realidad.
Pero me encontraba yo tan sumergida en las primicias de Anna Frank, que ni siquiera fui capaz de
mirar por encima del ejemplar para darme cuenta del mal clima que estaba por
azotar hasta el más íntimo rincón de Brent Parc. Cuando finalmente tomé conciencia del vendaval que pronto
ahogaría los pastizales, terminó siendo justo en el instante en el que mi
cabeza se alzó al cielo, tratando de explicarse las gotitas de agua clara que
ahora aterrizaban de a raudales en mi cuerpo. Me incorporé con cara larga; fui
repasando aquella novela entre mis manos y sentí la necesidad de estrujarla; aunque
no quisiera y me negara, ya era momento de emprender la marcha para regresar a
casa.
De rodillas e intentando actuar con tremenda rapidez, fui
alcanzando las libretas, el reproductor de música, la parte de mi ensayo sobre Auschwitz
―que aún seguía en
borrador―, el móvil, los
auriculares y hasta el último bolígrafo esparcido por el suelo; tratando siempre
de empacarlo todo dentro con la mayor destreza posible y sin tomarme la molestia
de acomodarlo siquiera.
―¡¿Por qué te vas?!
Esa fue la primera vez que escuché su voz. Mi corazón se aceleró
a 22.5 nudos antes del impacto; cada uno de los poros de mi
piel advirtieron un estremecimiento inigualable; ahora la cabeza me punzaba y
yo seguía con la mirada baja. Mis músculos entonces se atrofiaron y sin darme
cuenta, dejé caer los libros que ya había recolectado. Acababa de naufragar en
medio del Atlántico y ahora me encontraba terrible y asombrosamente sola. Pero
pronto comprendí que era mi deber salvarme, así que paulatinamente fui abriendo
los ojos...
Pude ver que sus Berluti
relucían con el mismo porte y gallardía incluso para estar ligeramente
salpicados de inmundicia. No obstante,
fue la pulcritud obsesiva en sus ropas la que me impactó sobremanera; era una pulcritud
tan excesiva y propia de un viejo acaudalado, pero no de un veinteañero de su edad. Así que cuando finalmente
Léonard desistió guardando la mano en el bolsillo, comprendí que había sido una
tonta al no aceptar su ayuda; pero es que además de la sobriedad y la elegancia
que ya de por sí impactaban solas, su simple presencia ahora a centímetros de
mí, actuaba mil veces mejor que un potente fumigante. ¡Hasta hubiese preferido
ver a la Bestia de Gévaudan en persona…! ¡O al viejo Krampus!;
cualquier cosa en vez de verlo a él tan por lo alto y yo en hándicap.
Y entonces lo hice; tuve que hacerlo porque no podía
permanecer cabizbaja todo el tiempo. Tragué saliva; los últimos rayos de sol me
encandilaron porque eran capaces de resplandecer alrededor de sus espaldas,
produciendo así cierta especie de aureola momentánea. Y sólo por inercia vino
un primer vistazo directo hacia su rostro: las facciones afiladas hacían que su
perfil fuese precioso; aquella tez tan clara armonizando el rojizo vibrante de
sus labios, nariz perfecta y frente amplia; dentadura increíblemente blanca, incisivos
superiores ligeramente retorcidos, más hoyuelos. Pero después de la segunda vez
ya no pude detenerme, y seguí contemplándolo petrificada. La nula concentración
de pigmentos en su piel que provocaba ese efecto a blanco y negro, debía provenir
de una anomalía genética diferente al albinismo, no había duda. Pero... ¿y la tersura
de la misma? ¿Estaría relacionada con el aspecto lánguido y ese par de orejas sugestiva
e inherentemente puntiagudas? Todo aquello me pareció tan extraño… Mortecino,
por así decirlo; igual de mortecino que esa lúgubre sonrisa que de vez en
cuando aparecía.
No obstante, dicha palidez y el resto de las anormalidades
posteriormente encontradas en su cuerpo, las tomé más como una cualidad que como
cualquier clase de defecto. Y estúpidamente en aquel entonces, entre más prodigioso
e inquietante resultara, para mí era mejor. Pero la pregunta había sido lanzada
y el chico esperaba ahora una respuesta de mi parte. Entumida del habla y
tratando de hacer cualquier tipo de conmoción a un lado, tuve que armarme de
valor para cavilar con claridad. Me situé en una conversación… Y pensé entonces
qué decirle. Volví a pensar porque no me gustó nada lo que vino a mi mente; el
chico era un extraño, debía tomarlo en cuenta.
―¡Me rindo ante esa descomunal inteligencia tuya! ―ironicé aun estando en el suelo sin pensar
en miramientos.
Él guardó silencio y comenzó a observarme. Dada la incomparable
agudeza mental que poseía, aquella frase no hizo más que afirmar el nerviosismo
que yo intentaba maquillar bajo un horrible tono de sarcasmo y mezquindad. Así
que cuando lo comprendí todo, me angustié aún más. Léonard seguía igual de
sosegado y radiante.
―Esperabas que dijese algo ―se aventuró por salvarme.
Mis taquicardias habían comenzado, pronto ya nadie las podría calmar;
pero lo peor del caso era que él lo había notado; eso y no sé cuántas cosas
más.
―Yo no esperaba nada.
Léonard sonrió tranquilamente. Yo decidí ignorarlo; bajé la mirada y continué
empacando provisiones de guerra por si es que acaso el encuentro salía mal. Eran
demasiadas chucherías esparcidas por el suelo; demasiadas para que llegase el
momento de correr por la vida.
―Aunque tus actos
afirmen cierta atracción hacia la lluvia… Aun así te rehúsas a
quedarte. ¡Vaya deficiencia de carácter!
Fue tan tremendo su tono y tan drástico el cambio de tema, que al
instante me enfurecí.
―¡Eso es cosa que a ti no te importa! ―respingué enaltecida mientras me
erguía, desentendiéndome de las acciones futuras que aquello pudiese ocasionar.
―No. Ni siquiera la
tormenta.
―¿Entonces?
―No sé… ―hesitó para captar mi atención y sembrar conjuntamente el
maleficio de la duda―. Conozco una chica que desde hace varios meses no deja de
mirarme... ―e hizo una pausa para marcar énfasis―. Y ahora que la enfrento, no
lo soporta y decide marcharse.
―¡¿A, a… A qué rayos has venido?! ―refunfuñé más ceñuda que de costumbre
mientras mis brazos se entrecruzaban muy tozudamente. De alguna forma u otra
debía encontrar la posición correcta que me permitiese protegerme de tan terrible
energía suya; esa que solía emanar de a borbotones para invadir cualquier clase
de cuerpo o entidad. Pero ni con el pecho enteramente cobijado lo hice; nunca
logré hacerlo.
Léonard entonces me miró con esa parquedad tan irritable que ahora
comenzaba a volverse costumbre; y luego de unos segundos, tras haber analizado
mi posible reacción a lo que estaba por decirme, respondió:
―A insultarte.
Otra vez no supe qué decirle; su psicología era muy buena
para mi naturaleza. De ahí a que tuviese que hacer méritos para mantener la
calma y sintiese que me vería obligada a seguir haciéndolos durante toda la
tarde.
―Toda mi vida he experimentado cierta clase de romance inadmisible― confesé pausadamente mientras me iba incorporando cuidadosa
de no soltar a Kitty en el recién
formado lodazal.
―¿Romance inadmisible?
―Con la lluvia
―expliqué más optimista.
―Supongo que si nuevamente
usamos la metáfora, dirás que aplica lo mismo conmigo.
Mis mejillas de inmediato sintieron el percance y se pusieron rojas. A pesar de haber entrado en una charla que ya de por sí
comenzaba a ser estimulante, yo estaba tardando demasiado tiempo en responder.
Ahora que si no me daba prisa, pronto notaría que le sería fácil controlarme…
¡Y eso ni muerta se lo iba a permitir!
―Pues si dejamos a un
lado la frase «toda la vida»… Digamos que sí.
El joven suavizó sus gestos con una expresión amistosa atrayendo
recuerdos del pasado. Y cuando volvió a sonreír para sí mismo, sentí que él
parecía saber algo más que yo desconocía. Quise preguntar, pero preferí guardar
las apariencias hasta no haber roto el hielo por completo y sentir mayor
seguridad.
―¿Ahora ves lo simple que resulta cooperar?
―Sólo porque ya no es tan desagradable aguantarte la mirada.
―¿Antes lo era?
―Sí. Pero ahora no sé por qué ha empezado a producirme paz.
Y en noble acto de camaradería, Léonard volvió a tender su mano para ayudarme a
incorporar; pero yo insistí en rechazarla. La paz es muy distinta a la confianza. Todavía me horrorizaba cualquier
clase de contacto físico que pudiese apresurar una relación con él. Más aun por
mis recientes palabras.
―Incluso así ―añadí como si la confesión no hubiese afectado en lo
absoluto― considero
inapropiado que por un capricho mío, sean mis pertenencias quienes paguen por
proezas.
―¿Proezas?
―Yo sí me refiero a la tormenta.
―¿Y no crees que en
estos momentos, todo lo demás tienda a la superfluidad?
Una vez estando decidida a marcharme, sabía que nada ni nadie me haría cambiar
de actitud. Tomé entonces mi mochila por un asa y me la eché sobre la espalda.
―La verdad, no.
Léonard trató de sujétame por un brazo, pero mi cuerpo actuó más rápido y
sin dificultad alguna logré sortearlo. Deseaba tanto permanecer junto a él durante
el resto de la tarde, de la noche... ¡De toda mi vida de ser posible! Pero dándome
cuenta que tanto su personalidad como la mía eran igual de tremendas, intuitivas
y radicales, sería una absurda negligencia si lo hacía.
―Puedo hacértela pasar muy mal ―le dije mostrando las garras como un
gato, en un estúpido intento de hacer que él temiera de mis actos.
Mirarme con ojos de plato me hizo darme cuenta que ésa no era la manera.
―No lo creo ―vaticiné yo
misma a la brevedad mientras me orientaba en dirección a casa―. Así es que mejor
aléjate; no sabes de lo que soy capaz.
El chico se mofó de mí como si personificara al mismísimo Satanás; como
si por encima de él, ya no pudiese existir el mal.
―Si te dijera que sí, ¿qué
harías? ¿Rasguñarme? ―ironizó con una táctica despreciablemente sicalíptica.
Despótica. Nauseabunda.
―Asimilas muy rápido.
―Wanii volo’qqi morsus. Quibus
―mustió Léonard sin pestañar.
Embebí el terror, respiré más deprisa y pregunté:
―¡¿Y eso qué fue?!
El joven introdujo una de su paliduchas manos en el bolsillo para sacar
un pañuelito blanco; se frotó con este alrededor de la cara hasta que las gotas
de sudor imaginario desaparecieron, y entonces prosiguió a aclararse la
garganta para responder tranquilamente en francés:
―Prefiero los mordiscos.
―Prefiero alejarme ―le corté al darme cuenta que su tétrica energía iba
más allá de una máscara de loco sacada de cualquier tipo de bazar.
Caminé tres metros hacia el bulevar.
―¡No te vas a ir! ¡No puedes!
―chilló amenazante por detrás de la espalda en respuesta a mi indiferencia.
Ese tono de voz me incomodó. No me agradaba nada que un intelecto
petulante se dignara a manipularme tan pronto.
No obstante, en menos de un santiamén, las gotas de
lluvia comenzaron a adquirir volumen y a perder intermitencia con mayor
velocidad. Retrocedí. El Mechero Bunsen
se quedó sin gas y tuve entonces que calmarme. Pero mientras la flama terminaba
de extinguirse por sí sola, preferí no voltear y buscar su belleza en otro de
esos paisajes peregrinos del tiempo. Minuto a minuto, la hojarasca amarillenta era
arremolinada con mayor ímpetu y arrastrada cada vez más lejos; el continuo aleteo
en los árboles, que pronto terminaría por volverse infinito, compaginaba la
llegada de un nuevo lienzo por pintar en el cielo. Y entre el surrealismo del atardecer
y el delirio de un mismo sentimiento compartido, pude ver cómo los rastros cobrizos
se iban tiñendo por un grisáceo sombrío.
―Si no es mucha
intromisión de mi parte… ¿Podría saber hacia dónde te diriges? ―cuestionó tranquilamente
con más pericia de la que reflejaban sus finas apariencias.
Sentí el llamado. Me contuve. Instantes después, algo
ajeno a mi persona, me hizo girar.
―Mejor no liar con desconocidos ―soslayé mordazmente para evitar
responderle.
―Es una pregunta tan sólo, no una propuesta de matrimonio.
Esperaba que sonriera, pero no lo hice por el simple placer de no hacerlo.
Y aunque los gestos en su rostro me garantizaron que el
chico no me haría daño alguno, lógicamente desconfié de él… Al menos el primer
par de segundos. De cualquier modo, era buena señal que mi alarma contra pillos
aún siguiese funcionando; por más breve que ésta fuese. Y escucharla tintinar cuando
sentí el impulso de olvidarlo todo y rozar aquellos carnosos labios bermellones,
fue más que reconfortante. Tanto así, que no te imaginas cuánto.
―Voy a casa ―admití al fin.
Al ser un tipo de pocas palabras, era de esperarse que Léonard
hablara muy cuidadosamente; y cuando lo hacía, tuviese a su vez muy buenas
cartas bajo la manga. Así que con él enfrente, pronto vendría algo fuerte que de
seguro nos haría bambolear. Pero a mí desgraciadamente la paciencia me fallaba;
así que si iba a suceder algo… ¡Qué sucediera ya!
―Tendrás que
caminar entonces… ―aseguró él muy concienzudo de sus
palabras meneando la cabeza comprensivo―. Así que de todas formas terminarás mojándote, ¿no crees?
Perfecta lógica. A partir de ese momento, ya no supe
dónde quedó la mía.
―Lamentablemente,
tienes razón.
Su cuarta sonrisa me resultó muy curiosa; más incluso
porque esta volvía a ser auténtica en comparación con la tercera. Ver además sus
hoyuelos remarcados por mi culpa, fue todo un regocijo. Ahora, con el ambiente
un tanto más genuino, pronto fuimos entrando en un círculo más íntimo de
confianza y calidez.
―¿Y qué es lo que piensas hacer?
Metamorfosis total. Léonard volvía a ser el chico intrigante y
agradable. Juvenil.
―Comprarme un auto.
Noté que su mirada comenzaba a volverse más singular todavía. Decenas de
hechizos románticos, que eran lanzados valiéndose de la belleza de sus ojos y el fuerte carisma que iba naciendo
entre ambos, surgieron efecto en mi persona. Las pesadillas que más miedo me
daban en el mundo, y las fantasías que más anhelaba aparecieran en mis sueños, se
manifestaron frente a mi presencia como ilustraciones vívidas repletas de
movimiento. El reloj de la vida detuvo sus pasos… Y llegó un momento en el que
ya no pude percibir mis parpadeos; ni los de él tampoco.
Cuando por fin volví en mí, instantes después que
aflorara el amarre amoroso, me mantuve a la espera de la siguiente ola de
imágenes y emociones. Los sauces, castaños y robles se iban rindiendo bajo esa
furia de la naturaleza indomable. Meneé la cabeza con la esperanza de que mi
alma regresara al cuerpo; y cuando comprendí que lo había logrado sin la ayuda
de nadie, fue entonces que pregunté:
―¡Espera!.... ¿Cómo supiste
que me iré a pie?
―Siempre lo haces
―expresó con fuertes
convicciones casi como para amedrentarme.
¿Qué significaba toda esa seguridad en cada frase que
emanaba de su boca? ¿Conocería a la perfección mis movimientos? ¿O estaría
consciente acaso de la proximidad de mi domicilio con Brent Parc? «¡Basta!» me
dije a mí misma, «¡sólo estás exagerando!»
―¡¿Acaso me
vigilas?!
Y volvió a llegar su turno de hablar.
―No tanto como tú
a mí.
Inmediatamente me ruboricé. Tenía ahora que imitar su
modelo de respuestas instantáneas a preguntas difíciles. Solía ser muy bueno, por
cierto.
―Sólo porque me pareces
una persona interesante.
Buena excusa. Creo que definitivamente me creyó; incluso
hasta yo me la creí.
―Gracias por el
cumplido ―y volvió a sonreír.
Otra luz, la luz de una noche tormentosa empezó a surgir
poco a poco, y los rayos del sol escasearon tanto que dejaron de ser visibles
para ambos. Ahora había llegado el momento de tener que ingeniármelas y pensar
en algo más. Léonard se rascaba por detrás de la nuca en busca de un sonido que
apresurara sus planes. Parecía que el acervo de palabras había emigrado de su
boca... Pero yo aún tenía unas cuantas. Tenía que utilizarlas.
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