Y como desde el domingo no les he publicado nada, a continuación les dejo un cuento de mi autoría ganador en el Encuentro Nacional de Arte y Cultura 2010 organizado por la Secretaría de Educación Pública. Espero sea de su agrado. Recuerden que si lo toman, den créditos; pues esta es otra de mis obras registrada bajo la Ley de la Propiedad Intelectual, y cualquier copia, plagio o reproducción no autorizada de mi parte constituye una violación a los Derechos de Autor. Saludos!!
¿Me... Escuchas?
Estaba lloviendo
allá afuera... Mi ventana, cubierta casi en su totalidad por el vaho que
desprendía mi respiración, me permitía observar a cada una de las apacibles
gotas deslizarse sobre el cristal. Y silencio amodorrante que, anunciaba con
gran júbilo el nublado crepúsculo matutino, se había empeñado mordazmente en
invadir mi habitación, hasta llegar al grado de ensordecerme los oídos con
aquel continuo “tic-tac” proveniente del piso inferior.
Incomodada tras la
ausencia de oxígeno, me incorporé de un salto, me despabilé con ayuda de un prolongado
bostezo y traté de toser un poco para aclararme la garganta. Sin duda, había
sido una noche difícil; una noche somnolienta, extraña y frívola, capaz de
haberme dejado con el cerebro embotado y el cuerpo cortado. Fue en ese entonces
cuando un rutinario eco, intimidó la tediosa y abrumadora afonía que me tenía
sometida. Era mi madre abriendo la verja del garaje, tras calentar el motor de
su auto y disponerse a realizar una salida sabatina; intentando evitar ser
víctima, al menos por unas cuantas horas, del sofocante estrés citadino.
Tan pronto como mi
mente fue capaz de reconocer aquel sonido, me aventuré a brincar de la cama y
cruzar el pasillo; sabía perfectamente que esa sería mi única oportunidad de
abandonar momentáneamente la acosadora rutina que me esperaba, como todos los
supuestos “días de descanso”. Prefería bajar las escaleras y correr hasta el
gran ventanal de la sala, para avisarle a mi mamá que le haría compañía, en vez
de terminar el cartel de historia para la exposición del lunes, o recogerme el
pelo y comenzar a tallar el baño.
Así pues, con esa
insensata tormenta, que según el meteorológico me iba a arruinar la salida al
cine con mis amigos, aunque la hubiésemos planeado con más de dos meses de
anticipación, me era más que obvio que todo el fin de semana iba a permanecer atrincherada
en mi casa, sometida bajo la nueva restricción que acababa de añadirse a la “lista
de medidas de precaución establecida por mis padres”. Así que finalmente, cuando estuve frente al cristal
del recibidor, me limité a gritarle a mi impaciente madre que al menos me
esperara unos segundos, los considerables para cambiarme la pijama, al mismo
tiempo que sacudía los brazos con gran fuerza. Pero para infortuna mía, los esfuerzos de
llamar su atención, fueron en vano. Mamá se había ido.
Por tal motivo,
antes que desperdiciar mis delirantes impulsos en un fuerte disgusto, decidí
encender el mp3 y apoltronarme en el sofá del vestíbulo para escuchar mis
canciones favoritas y así, tratar de calmarme yo misma. “No puede ser”, me
repetía una y otra vez. Era inaceptable el hecho de que mi madre me hubiera
ignorado de esa forma, puesto que con semejante alboroto, sería imposible pasar
desapercibida. Además, tenía que añadir también el espantoso clima, mi permiso
para salir totalmente desperdiciado, la premier de mi trilogía favorita ¡saboteada!,
aunado a que la pila de tarea que por más horas que le dedicaba nada más no
bajaba y el espantoso retrete que me estaba esperando…
No tengo ni la más
mínima idea de cuánto tiempo fueron capaces de revolotear a mi alrededor
aquellos mustios pensamientos, que se infiltraban cada vez más en mi cabeza, y
me iban sumergiendo en un sutil y profundo sueño, que pudo absorberme durante varias
horas antes de que mi madre regresara con una nota de la florería y un arreglo de
maravillosas rosas blancas.
–Mamá… -le
insistí, justo después de que ella colgara su abrigo en el perchero de la
entrada- …quisiera ver si… al menos me permitirías invitar a Karina a la casa. No quiero pasar
todo el día de mañana igual de aburrida y… -añadí intentando persuadirla-Pero
mi madre, ni siquiera se tomó la molestia de mirarme a los ojos y escuchar lo
que le estaba diciendo. Ella tan sólo dejó las blancas flores sobre la mesa,
sacó las llaves de su bolso, y se sentó justo en el mismo sillón en el que
había estado yo.
–¡Mamá! -exclamé
un poco molesta- ¿qué dices?
Sin embargo, mamá
seguía sin articular palabra alguna. Por ello, a pesar de que podría ser arriesgado
según como se encontrara su estado de ánimo, decidí acercarme un poco más y
pedirle de nuevo su aprobación. Pero… nada sucedió. ¡Nada! Esta vez, lo único
que pude distinguir fue que sus ojos estaban llorosos, su nariz enrojecida, y
un penetrante sollozo que provenía desde lo más profundo de su interior, había
invadido la estancia.
–¡¡Mamá!! -grité
más preocupada que indignada-. ¿Qué te sucede?
Nuevamente, ella
prefirió guardar silencio y evadir mi mirada. Por consiguiente, se levantó del
sofá, tomó entre sus brazos una de las fotografías mías que se exhibían en el
librero y empapó su afligido rostro con aquellas innumerables lágrimas que me
consternaron aún más. Fue entonces cuando volví a preguntarle sobre la causa de
su sufrimiento, y al no conseguir respuesta de su parte, mi moral decayó significativamente,
incluso más de lo que ya estaba, obligándome así a subir las escaleras lo más
rápido que me fue posible y terminar confinándome entre las cuatro paredes de
mi habitación.
Estaba afligida,
enojada y abstraída, dándole vueltas a la causa del lamento de mamá que ya
había traspasado la puerta de mi dormitorio, y ahora se estaba aferrando en
retumbar dentro de mis propios oídos. Pero ya ni siquiera podía ir a
consolarla. No me quería ni ver.
Comprendí que lo
más prudente sería esperar a que ella se calmara, o al menos a que llegara
papá, lo que pasara primero, para entonces tratar de pedir una explicación de
su extraño comportamiento. Así que traté de encerrarme en mí misma y comenzar,
de una vez por todas, a elaborar ese cartel que no me dejaba descansar con
tranquilidad.
Tomé el libro de
historia, me acomodé en el escritorio con cierta parsimonia, y empezé a
subrayar las frases que fueran dignas de plasmarse sobre el cartoncillo; y según
yo tratando de cerrar con broche de oro, encendí la computadora para buscar
imágenes alusivas a La Segunda Guerra
Mundial, un tema suficientemente complejo y extenso, que dominaba bastante bien.
Finalmente, después de varias horas, todo estuvo listo para que en la clase del
lunes yo fuese la primera en exponer.
Entonces, la
brillante idea que me evitaría aquel tradicional fin de semana que yo tanto
aborrecía, llegó a mi conciencia. Tenía que ser positiva y dar por segura la
visita de mi amiga, apresurarme a terminar mis obligaciones y quizá, sólo así,
conseguiría el permiso. Así que de una buena vez, aunque para lograrlo tuve que
permanecer entumida frente al ordenador por más de cinco horas, terminé mis
deberes escolares. Y como si todo se estuviera acomodando a mi antojo, la
camioneta de mi padre se estacionó justo afuera del jardín. Ahora motivada, un
poco más serena, y llena de esperanza, corrí nuevamente por las escaleras para
darle una calurosa bienvenida a papá. No obstante, cuando él llegó hasta la
sala, rechazó mi saludo y corrió hacia los brazos de mi madre.
–¿Papá? -pregunté
perpleja- ¿Qué pasa?
Pero sus labios, al igual que los de
mamá, ni siquiera hicieron el más mínimo esfuerzo en abrirse. Quizá, si lo
hicieron, fue tan sólo para liberar un embarazoso suspiro que me enredó aún
más.
–¡¿Alguno de
ustedes podría tomarse la molestia de decirme qué sucede?! -chillé encolerizada-. De nuevo, según
lo que inconscientemente estaba esperando, ninguno de los dos me respondió. Era
como si no me escucharan, como si yo me hubiera vuelto completamente invisible
para ambos. Desesperada, abatida e irascible, corrí al baño a lavarme la cara y
despejarme un poco, tratando de comprender eso que, para mis padres era
demasiado obvio, y para mí me había tomado toda una tarde de angustia en
descifrarlo, y aún no lo había logrado.
Tan pronto como
terminé de secarme el rostro, escuché que mis padres se disponían a salir de
casa. Sin embargo, esta vez ya no corrí; ya no tenía los ánimos suficientes que
fueran capaces de impulsarme en una infructuosa carrera que bien sabía, no me
llevaría a ningún lado. Aunque al menos tuve la motivación necesaria para salir
del baño y observar como mis padres, subían el soberbio adorno floral al
automóvil y nuevamente, se iban sin mí.
–¡¡Papá!! -grité mientras
golpeaba la puerta enérgicamente, justo después de comprender la gravedad del
asunto-. ¡No!-.
En aquel momento,
el último aliento de osadía que aún no me abandonaba, me dominó por completo.
Entonces, éste mismo, me obligó a arrancar el húmedo paraguas del perchero, a
tomar las llaves del tocador, a abrir la puerta con una destreza que nunca antes
había demostrado tener, y a cruzar la reja del jardín. Segundos más tarde, me
encontraba parada sobre la fresca acera que seguía recibiendo el rocío de las
imponentes y caprichosas nubes negras, que parecían hacer hasta lo imposible
por no marcharse de los helados cielos londinenses. Apresuradamente, extendí la
sombrilla, guardé mi llavero en uno de los bolsillos de mi pantalón y partí de mi
casa velozmente; dejándome llevar únicamente por los efímeros surcos de agua
que se habían originado con el paso de las llantas de nuestro automóvil.
Créanme que no me
fue muy fácil seguirle el ritmo a dicha máquina destinada como medio de transporte;
aunque afortunadamente las luces rojas de los semáforos, incluyendo el pequeño
embotellamiento a unas cuantas cuadras, me permitieron no perderles el rastro a
mis padres por completo. Cuando reaccioné y me detuve para tomar un poco de
aire, me di cuenta que ya había cruzado casi media ciudad, cosa curiosa, porque
yo no era de las personas que tienen buena condición física; e inclusive hasta
había llegado al muelle del añejo y legendario río Támesis. Además, a esas
alturas ya tenía los zapatos completamente empapados, la ropa humedecida, y el
rostro salpicado; por lo que el gran estorbo que tenía entre las manos y del
que me había aferrado desde que salí de casa, había sido completamente inútil.
A pesar de que me
sería muy posible pescar un resfriado en tales condiciones, y a que mis
sentimientos internos se asemejaban por completo a como se veía el clima allá
afuera, fui capaz de apreciar aquel escenario de una forma diferente ante tales
circunstancias, hasta llegar al grado de cerrar los ojos un momento y disfrutar
de la lluvia, ahora un poco más apacible, que mojaba mi cabello y se resbalaba
por mis mejillas, de la misma forma como solía hacerlo sobre el cristal de mi
ventana.
Pero el deleite
que las gotas de agua me proporcionaban, inmediatamente se vio nublado por el
recuerdo del lloroso rostro de mis padres. Así que inmediatamente, cuando abrí
los párpados, mis abatidas emociones regresaron, sintiéndome en la necesidad de
seguir corriendo, guiándome tan sólo con el rumbo que señalaba mi intuición. Con
el transcurso de las pisadas, que momento a momento dejaba atrás, lentamente
pude vislumbrar el auto de mamá, varado justo enfrente del único lugar que
podía ser capaz de incrementar aún más mis intensos sentimientos. Era el sitio
en donde menos hubiera preferido detenerme y el que más detestaba desde la
muerte de mi abuelo.
Sí, el plateado
automóvil había interrumpido su camino dentro de los estacionamientos del
enorme y silencioso recinto. Por lo tanto, el mal presentimiento de que algo
devastador había sucedido en la familia, se anidó desesperadamente en mis
entrañas, haciéndome así, llegar instantáneamente a la entrada del solemne
lugar. Cruzé el pórtico y me atreví a correr a través de la afónica recepción.
Mis pasos retumbaban estridentemente sobre el elegante piso de madera que
estaba instalado. Pasé tan deprisa, tratando a toda costa de no ser vista…
El portón del
enorme jardín principal se abrió. La suave llovizna aún no se iba. Mis padres,
mis demás familiares y mis mejores amigos estaban ahí dentro; llorándole a un
confortable sepulcro blanco que sobresalía entre el simétrico y verdoso césped.
Todos parecían estar muy consternados; todos, excepto yo. Fue entonces cuando
me aproximé un poco más hacia el cúmulo de personas que se habían reunido bajo aquella
grisácea tarde de otoño, tratando de descubrir así quién sería la causa de mi
futuro sufrimiento. Pero no había foto en el nicho, ni nombre en las fieles coronas
de flores recargadas sobre aquel precioso sepulcro.
Momentos después,
un grito desgarrador proveniente del corazón de mi madre, que anunciaba mi
nombre, me hizo comprender la situación súbitamente… En aquellos instantes me
desperté de un salto y abrí los ojos. Me encontraba todavía arropada con las
blancas sábanas de mi cama y tendida sobre el afelpado relleno de mi colchón.
Entonces, con las mejillas humedecidas, con un asfixiante nudo en la garganta y
aún temblorosa después de tan horrible pesadilla, estiré los brazos y bajé de
la cama, intentando corroborar que, cada minuto angustiante que viví, no había
sido más que una elaborada pesadilla producto de mi fértil imaginación.
Descalza, y tratando de ser lo más sigilosa posible, caminé por el iluminado
pasillo que conducía a mi habitación, con la finalidad de que mis sudorosas
manos se aferraran al pasamanos de las escaleras y descendiera así hasta el
piso inferior, para buscar a mis padres y encontrar en ellos un merecido consuelo.
Llegué hasta la
cocina guiada por el inconfundible ruido que emitía el televisor, y me senté perezosamente
en uno de los bancos del desayunador. Al parecer, mamá y papá no estaban en la
casa, pues no había rastro en aquel lugar que indicara movimiento, a no ser de
la conocida voz del reportero que anunciaba el noticiero sabatino. Más calmada
ya, al menos por aquella involuntaria compañía propiciada por el descuido de
mis padres, tomé un pan de la alacena, le unté unas cuantas cucharadas de
mermelada, y me serví un poco de jugo de uva. Necesitaba encontrar algo que me
endulzara el día y borrara de mi mente aquellas cautivadoras imágenes. Así que no
dudé en mordisquear el pan ansiosamente y beber el jugo de un sorbo.
“¿Cómo puede ser?”
-me reproché a mí misma-. “¿Cómo puede ser que pienses en semejante tontería?”.
Y mientras yo seguía con mi sarcástica reflexión, inesperadamente, las enormes
ramas del árbol de a lado cayeron sobre el transformador de mi casa, apagando al
instante mi fuente de sonidos. Fue cuando automáticamente, recorrí la cortina
para ver el exterior, y me di cuenta de que el pino derribado a consecuencia de
la tempestuosa y ventosa tormenta, había causado irreversibles daños tanto a mi
casa, como a las residencias aledañas. Entonces,
el mismo y profundo desasosiego volvió a colmar mis expectativas. Allá en el
exterior, la constante lluvia torrencial no daba indicios de que pronto cesaría
durante aquel sábado por la mañana, mientras yo permanecía encerrada, aún con
la misma ropa de cama; añadiendo el hecho de que mis padres, como en mi sueño,
tampoco estaban en la casa.
Sentí un espantoso
pánico al mismo tiempo que mi sangre descendía de temperatura y estaba al borde
de coagularse. Reaccionando únicamente por inercia, les permití a mis piernas
que me trasladaran de nuevo a mi recámara.
Así que abrí la puerta de un golpe y
eché un vistazo a mi alrededor. Había decenas de fotos alusivas a la insignia
nazi, y unos cuantos plumones azules esparcidos sobre el suelo. De nuevo, bajé
los peldaños de la escalinata frenéticamente y me dirigí hacia la estancia de
mi casa. En el momento en el que ví el mismo abrigo marrón de mi madre, colgado
en el perchero, y la obscura sombrilla secándose en la entrada, me aterroricé
ante aquellas circunstancias. Definitivamente, como tanto había anhelado
durante meses, nunca más volvería a vivir un fin de semana como antes.
Finalmente, como
si ya comenzara a asimilar lo que mi mente trataba de decirme, me atreví a
enfocar la mirada poco a poco sobre el ostentoso comedor de madera exhibido
justo en la entrada. El
delicado mantel color beige obsequiado por la abuela, que combinaba a su
perfección con la decoración del papel tapiz que cubría aquel salón,
engrandecía la preciosa y refinada mesa; y sobre ésta, se encontraba un fino
jarrón de vidrio soplado, repleto de blanquecinas y frescas rosas que esperaban
ansiosas el momento de soplar alegremente sobre aquellas expresivas lágrimas,
para apartar el dolor con la ternura de sus pétalos y su deliciosos aromas…
F I N
2 comentarios:
Saludos Yola.
Me gustó tu cuento, aunque debo confesarte que desde que la mamá no le hace caso me recordó "El sexto sentido", pero me gustó de todos modos, y tiene un buen final. También me recordó un poco cuando Dumbledore no le hace caso a Harry Potter en La orden del fénix.
Oye, no encuentro el capítulo I de tu novela. Ayer leí algo del segundo, pero quisiera saber como comienza.
Un abrazo.
Perdón por contestarte hasta hoy. La universidad me absorbe por completo. De igual forma te agradezco por leerlo y por tu comentario, pero considero conveniente mencionar que ese pequeño cuento lo escribí hace ya algún tiempo; y como siempre digo, es un "cuento" tan sólo. Una minúscula plantita a comparación del bello jardín que es la novela en sí... Pero bueno. Me agrada que te intereses por Reencuentro, eso me motiva a seguir adelante con el blog. En cuanto a la página para el primer capítulo, es: http://reencuentroyolaluna.blogspot.mx/2013/07/capitulo-1-la-estrella-que-cuidaba-de-mi.html
Te sugiero, a su vez, que cuando quieras buscar más capítulos, utilices el widget "¿Buscas algo?" que se encuentra en la parte superior derecha del blog. Estoy a tus órdenes en Facebook: https://www.facebook.com/reencuentrolunapintor para cualquier pregunta, sugerencia, felicitación... Espero sigamos en contacto. Un abrazo. Y. Luna Pintor
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