« Siempre hay un poco de locura en el amor.
Pero también hay siempre un poco de razón en la locura.
Y yo, que soy amigo de la vida,
Opino que las mariposas, las pompas de jabón,
Y los hombres de naturaleza afín,
Son los que mejor conocen la felicidad ».
[Escrito en el Grimorio Erdély. Dránfico Antiguo]
Se dice que la noche, la etapa comprendida entre el
atardecer del Sol y la alborada matutina, es la falta de claridad del día; la
ausencia perfecta de toda luz solar. Del mismo modo, se dice también que es
aquí, en las tinieblas, donde los primeros terrores oníricos del ser humano se han
originado y cobrado fuerza desde el génesis de toda antigüedad. Sin embargo; ¿de
dónde es que proviene esta obscuridad realmente? ¿Será tan sólo del movimiento
rotatorio de la Tierra,
y de la carencia de luz por consecuencia? ¿O es que el infinito no es más que
un montículo de polvos sombríos, y la claridad que vemos sigue siendo parte de
esta opacidad al fin de cuentas? ¿Provendrá acaso de la misma inmensidad del
pensamiento y la imaginación? ¿O es que surge de la ignorancia de los pueblos y
del fanatismo en los dogmas de su religión? ¿Estará relacionada con la morbidez
del sufrimiento, al enfrentarse a una misma e ineludible expiración silente…?
PRIMERA PARTE
CAPÍTULO I: LA ESTRELLA QUE CUIDABA DE MÍ
DOMINGO DEL 29 DE ABRIL, 2012
Habiendo discutido con mi
madre antes de que mis pies cruzaran el umbral, minutos después de arribada la
última Hora Menor;
mantuve el tozudo pensamiento en la cabeza que me exigía el intentar
sobreponerme, al menos hasta el amanecer del día siguiente, ya sin tener que
verla o escucharla más. Desterrada en los confines de mi alcoba, negaba ahora cualquier
posibilidad de diálogo, tregua o libertad. Máxime, ya ni siquiera sentía los
ánimos acosadores de siempre que me permitieran girar de la manija y echar un
vistazo por el resquicio de la puerta, para ver qué había sucedido después de
mi notable ausencia. Una y otra vez me preguntaba qué tan factible sería que
ella, mi madre, se hubiera dejado seducir por los placeres de la soltería como
si fuera un mismísimo one-hit-wonder de
un solo día. ¿Habría olvidado ya el fraude en sus palabras que me había hecho
sulfurar? ¿O sería acaso que ni siquiera le importaba?
Doy por seguro que cualquiera a mi edad habría estado
igual o aún más airada que yo. Quizá no; disculpa pero tiendo al drama. Aun así
sabemos que a los diecisiete la vida no es fácil. El instituto, mi proyecto
anual de ciencias sin terminar sobre la mesa, la migraña, el insomnio, el
tiempo malogrado en detención después de clase, los estúpidos exámenes finales,
el vaivén de emociones cada mes, y las frecuentes discusiones con los padres ―resultado de
todo lo anterior―, no se pueden sobrellevar con tanta facilidad como
cuando uno tiene nueve o veinticinco. Además, a esto debía sumarle la crisis económica
que se vivía por aquellos días en casi todos los rincones del país; y que de
forma catastrófica tras la caída de la bolsa en Grecia, ya se había regado en
toda Europa peor aun que la peste bubónica.
De acuerdo, de acuerdo; tampoco es para tanto. No pido
disculpas esta vez, porque sé que la juventud del siglo XXI no comprende, en
toda la extensión de la palabra, los términos a lo que esto se refiere en lo
absoluto; no por culpa suya claramente, sino porque no ha vivido los estragos del
contagio en carne propia. Incluso, para las mentes más recatadas, hasta podría
haber sido motivo de admiración la analogía propiamente dicha. Pero no me
importa mucho lo que pienses de mí en estos momentos; ni tu opinión acerca de
la calidad narrativa, o de la complejidad para entender cabalmente la forma en
la que se desencadenan los hechos; sé, que cuando termines de leer el libro, podrás
comprender mejor todo esto que si me diera a la tarea de explicártelo ahora
mismo.
Entonces continúo. Por mi misma personalidad quizá, es
por lo que me había sido imposible y casi inevitable, no encenderme aquella
tarde después de la tropelía cometida por mamá. Sus palabras aún me resonaban
en la sangre… ¡Bah! ¿Las consecuencias? ¡Las consecuencias seguían
desvariándome los planes y amargándome la tarde!
¿Pero a qué se debió la disputa? Perfecto; allá voy. Mi
madre había prometido darme un poco de efectivo como indemnización a mi último
cumpleaños, que hasta entonces no había sido celebrado. A consecuencia, como toda buena adolescente que era, consideré que la
mejor inversión que podía hacer con él, era nada más y nada menos que salir de
compras con Karlyn, mi mejor amiga ―hecho que me emocionó bastante puesto que no lo hacía
desde mucho, mucho, mucho tiempo atrás―. De ahí a que abrir el armario y pensar en tener que
alistar un cambio más interesante que unos simples pares de jeans, me afectaba positivamente en
cantidades excepcionales. Digo esto porque hacía más de cinco meses que mi
trasero no merodeaba por fuera de la casa; exceptuando claro, los hastiados y
exiguos trayectos de la Eugène Delacroix
Académie a mi dormitorio… Y viceversa.
No obstante, para hacerme acreedora a semejante «recompensa» como la llamaba ella, lógicamente
me había condicionado al estilo de cualquier madre. Si quería descender por las
escaleras principales y atravesar el pórtico frente a su presencia, tendría antes
que pasar la escoba unas dos o tres veces por la casa; aspirar las alfombras, rastrillar
las hojas del jardín, desbrozar el árbol de la acera, sacudir los muebles y
enseres de la terraza; bombear el agua de la alberca, cepillar los azulejos,
aplicar ciertos químicos desagradables ―que me ocasionaban brotes tremendos de urticaria― y encargarme de
volverla a rellenar; sacudir las alcobas, blanquear los inodoros, limpiar los
vidrios y cargar la lavadora; todo lo anterior con tal de salir con 200 euros en
la cartera, y un permiso plus para
llegar un poco más tarde de la hora establecida ―aclaro que más-tarde-de-la-hora-establecida equivale a eso de las 10:00 pm―.
En fin. Después de una larga jornada doméstica, y
habiendo terminado ya todas las encomiendas asignadas, tuve entonces que adaptarme
de inmediato a las pequeñas cláusulas del contrato que mi madre había olvidado
mencionar; y lavé con satisfacción su preciado Q7 alemán. Siendo de igual forma
un tanto más comprensiva y generosa de lo que suelo ser normalmente, pensé que si
ya de por sí había aceptado el rol de
Cenicienta por un día, bien podía librar a mi madre de permanecer engrilletada
a la cocina sin una sola queja adicional; por lo que puedo decir que el menú de
aquel día, también corrió por mi cuenta.
Lo reconozco; suponiendo que continuese narrando los hechos
a como lo he venido haciendo, situándome en el primer cuatrimestre de 2012,
bien puede admitirse que aún no soy una grandiosa cocinera… ¡Tal vez hasta ése resulte
uno de mis puntos más débiles! Y no porque sea perezosa o descuidada en lo
absoluto; sino más que nada, la aversión va dirigida al proceso mismo de
preparar los alimentos: sartenes, aceite caliente, cuchillos y trastes sucios.
Así que para realizar la mejor actuación frente a mi madre, tuve que auxiliarme
de los viejos recetarios de la abuela relegados en el ático, y repasarlos unas
cuantas horas antes de atarme el delantal y prender la cacerola. Sin embargo, lo
más lamentable del caso fue que el perfeccionismo de mamá es hereditario; por
tanto, además de recibir mis propias advertencias para que el guiso resultara
estupendo, me establecí como reto personal preparar una comida en forma.
Prohibiéndome ahora el ramen instantáneo del supermercado,
me di cuenta que tarde o temprano mi dulce burbuja terminaría reventando si es
que acaso me atrevía a ordenar una deliciosa pizza en el restaurante de la
esquina, que por cierto, mi madre aborrecía. En resumidas cuentas, a pesar de la
fatiga y de toda la aversión que pude estar sintiendo, reconozco que realmente
me esforcé. Cuando el ruido de la alarma cesó, una exquisita lasagna bolognesa con
parmesano gratinado apareció dentro del horno; no obstante, y a pesar de mi
incredulidad, eso no había sido todo. Ahora imagina aquella delicia italiana
acompañada con croissants rellenos de setas y mozzarella, servidos
conjuntamente con la ensalada de aceitunas negras, más el 1982 Château Prieuré-Lichine ―exhumado del mismo baúl que el recetario― sobre la
cristalería nueva de mamá. No tengo idea de cómo demonios fue que las recetas
funcionaron. Todo había quedado perfecto; el vino fue un éxito. Mamá estaba
contenta. Y eso ya era algo.
Exhausta, pero con la casa completamente reluciente y ya sin
más loza sucia en el lavavajillas, me sumergí en la bañera entre incienso de almizcle y pompas
de jabón, convencida de que mi madre no tendría pretextos esta vez para incumplir
su parte del trato. Fantaseé con las tendencias en texturas y colores de la
temporada; proseguí saboreando el delicioso frapuccino blanco con chispas de
cocoa que muy cremosamente estallaba como algodón de azúcar en mi paladar ―y estaría a mi
espera en esa vieja cadena de comida rápida―. Cerré la llave. Ya todo era un hecho; pronto vería a mi
amiga y de nuevo a compartir sonrisas.
Entonces, y como era de esperarse, sucedió lo inesperado.
Una vez habiendo salido del baño, en pleno albornoz y con el toallón mal anudado
en la cabeza, mamá me desnudó con la mirada antes de subir la voz; y de forma
insensible y casi desalmada, terminó diciendo:
―¡No, tú no irás a ningún lado!
¡Qué fácil, no! ¡¿Por qué todos los padres se comportan
de la misma forma, me pregunto?! Y es que sin dar ni razones ni porqués, Juliette
se empecinó y no cumplió lo que habíamos acordado. ¡¿Pero qué me quedaba ahora?!
Creo que nada. Nada más que mantener la calma.
Ya tan pronto como pude, empecé a hablar coherentemente,
pidiendo por lo menos una explicación. ¿Qué hizo ella? Volvió a mirarme de
forma fastidiosa y terminó por enojarse más. ¡Bah, bah y más bah! Debí haberle
armado una escena que le hiciera ver el daño que me estaba haciendo, ¿no crees?
Pero lamentablemente todo el mundo sabe que con los padres no se juega… ―¡Valiente quien
demuestre lo contrario!― ¿Tuve coraje? ¡Claro! Más aun al verla tan dueña de sí misma,
tan autoritaria, tan... ¡No fue justo en lo absoluto que de buenas a primeras
diera media vuelta y me dejara hablando sola! Pero ya ni el desgaste valía la
pena. ¿Qué hice entonces? Nada; tan sólo me atranqué en mi habitación esperando
que se me apaciguara un poco el seso, para llamar a Karlyn, y terminar por cancelarlo
todo.
Y ahí volvemos al principio. ¡Detesto que me hagan eso! ¡Detesto
que me frustren de esa forma! ¡Detesto no tener opción y tener que engullir en
silencio toda mi cólera! Lo único bueno del caso fue que a fin de cuentas, mi
amiga volvió a relucir sus cualidades especiales para momentos de caos, y
respondió igual de accesible que siempre. ¿Cómo hace eso? Aún no lo entiendo. Sólo
con escuchar mi voz comprendió la situación con rapidez; me dijo que sería
mejor tranquilizarme, y trató de darme ánimos para ir al centro comercial el siguiente
fin de semana disponible.
―Quizá hoy se
habían terminado las chispitas ―bromeó al auricular.
Con semejante respuesta, ya no me quedó de otra más que
soltar la carcajada para que los musculillos de mi rostro descansaran. Mamá
dice que no podemos tener siempre lo que deseamos… ¡Vaya lecciones que me ha
dado! ¡Y es que hasta hubiese preferido su silencio antes que otra cosa! Todos
sabemos que vanas ilusiones hieren más que enfrentar cualquier realidad. Por
dura que ésta sea.
Pero ya basta de quejas. No me sequé el entendimiento
para hartarte con mamá. Prosigo a relatar los sucesos que acontecieron por la
noche; esa noche que al principio
mencioné.
Intentando pasar por alto la desilusión que había tenido,
preferí tenderme en la cama imitando la postura del Hombre de Vitruvio, con un libro en lo alto para despejarme el juicio
―siempre me he preguntado
por qué cuando uno se da cuenta que tiene un libro en las manos, han pasado
horas de haberle clavado la mirada; y por qué cuando uno le clava la mirada, ya
no puede detenerse hasta el final… Pero ese tampoco es el tema a rebatir en estas quinientas sesenta y cinco páginas―.
The
Boy in the Striped Pyjamas era el título
detrás del cual me había estado encubriendo durante toda la tarde. Imagino que
has leído la novela; demasiado conmovedora como para hacerte pensar en absurdas
nimiedades tuyas. Esa tragedia de la vida real era justo el paliativo que
necesitaba para dejar de pensar en mí misma... ya al menos por un rato. Pero
tan pronto como me di cuenta que las páginas giraban sin haberle extraído por completo el
conocimiento deseado, dispuse que sería más apropiado guardar mi lectura para
disfrutarla cualquier otro día con más calma. ¿Por qué romper la regla y
dejarlo? Porque las letras no hacían más que traspasarme el cerebro sin dejar
rastros del significado; y cuando esto sucede, lo mejor es de una buena vez cerrarlo.
¿Qué había
sucedido entonces para que mi comportamiento cambiase? No era la sintaxis de la
obra, por si te la cuestionas. Tampoco el roce con mamá. Mi mente estaba hecha
un lío; se había originado un grave problema interior que estaba a punto de
incapacitarla por incumplir en sus funciones diarias.
No soy muy sociable. Tampoco muy cordial. Si te estoy
confiando esto, debe ser por algo importante; no lo olvides. Me desconecto porque tengo que hacerlo… Y ahí va. El mal humor, la falta de concentración, mis
ánimos tan deplorables que me habían atado a casa tanto tiempo, y la creciente
depresión que poco a poco iba nutriéndose de mí, tenían, lógicamente, un buen
motivo de existir.
¿Cómo te lo digo para no sonar tan estúpida? De acuerdo, si
de cualquier forma lo sabrás… Mejor que salga de una buena vez. Todo se debía a
un chico. No sé cómo, pero a cada frase por más insípida que fuese, a cada
sonido por más silente que escuchara, a cada brisa por más ligera que sintiese,
y a cada lucero por más exiguo que mis ojos fueran capaces de divisar,
terminaba por encontrarle una estrecha, sorprendente, y hasta en cierto grado
enfermiza, relación con él.
Así que para no perder más tiempo, acomodé el separador antes
de cerrar el libro; ya era momento de expulsar esos bostezos y estirar los
brazos, tallarme los ojos y despabilarme por completo, olvidando de igual forma
el paso de otro día que se va. Y una vez habiendo erguido la espalda en completa
línea recta, di unos cuantos pasos en dirección a la ventana de mi alcoba y
desesperadamente la abrí. Necesitaba con urgencia sentir el aire fresco de la
noche; dejarme seducir por el remolino de céfiros incorpóreos que acariciaban
tan dulce y finamente ese rostro mío; vislumbrar las extrañas refulgencias platinadas
danzando donde aún nadie ha sido capaz de imaginar, allá arriba, en la
inmensidad; recordar la historia, ésa que había sido mí historia, y darme
cuenta nuevamente de que todo había sido real. Insistía en que, tal vez
repitiendo este rito por las madrugadas, finalmente podría relegar de nuevo mi
mundo, para entonces tener el valor de impulsarme hacia adelante y aprender de
esta forma a recordar. A confiar. Y a esperar.
―Te extraño ―solté al aire una vez estando en el alféizar, en otro de
tantos suspiros profundos―. No tienes idea de cuánto.
Pero mi paciencia se agotaba cada puesta de sol como la rancia
arena del reloj de primavera.
A veces me repetía a mí misma, en voz baja por supuesto, que ya no era sano
seguir engañándome de aquella forma cruel y despreciable; que si todavía
quedaba algo de amor propio en mi interior, mejor que brotara en ese instante… ―Pero nunca lo hizo;
nunca brotó―.
Otras noches, en cambio, me rehusaba febrilmente a pensar
que mi imaginación fuera capaz de hacer piruetas por los aires; y juraba, con
el corazón en mano, que todo lo antes vivido era tan regio como la existencia misma;
y que jamás, en todas las andanzas de esta vida o de las otras, iba a tener la
fuerza necesaria para arrancármelo del pecho y dejarlo de extrañar…
A consecuencia, volvamos a situarnos en la escena para
continuar con el relato. La vista que se apreciaba a través de la suntuosidad
de un cristal enorme en mi propio dormitorio era más que espectacular; mis
agradecimientos para el arquitecto que había diseñado una vivienda en aquellas
condiciones seguirán en pie mientras dure mi existencia. No sé cómo rayos había
logrado que toda la panorámica de la solana trasera pudiese ser apreciada por
dos de las habitaciones principales, la cocina, el estudio y una parte de los
sanitarios del piso inferior. Asimismo, más brillante fue la idea de permitir
que esta misma terraza estuviera descubierta en dos terceras partes, del bello
dosel que se alzaba en forma curvilínea sobre la estructura. Era por ello que en
las tardes veraniegas, cuando los rayos del sol lograban el punto más alto y eran
capaces de barrer los pastizales, entraban de forma directa a todos los salones
de la casa; logrando con ello una iluminación natural de excelentes resultados.
De ahí también a
que durante los anocheceres, majestuosidad total era observar aquella
diamantina celeste agrupada por montones en torno a Sirio, Canopus, Alfa Centauri y
Arturo.
Por consiguiente, en cuanto respecta a la voluble luna,
sólo diré que en todas sus apariciones solía convertirse en la cúspide de la divinidad
nocturna. Vislumbrar semejante esfera cargada de luz durante el plenilunio, tenía
sus consecuencias; muy benéficas, por cierto. Una de ellas, la primera para mí,
era el perder la fatiga diurna y lograr una tremenda inspiración creativa; de
ahí a que mensualmente y por las noches, ésta se prestase a trabajar como mi musa,
y me ayudara a inmortalizar fielmente la belleza de aquel rostro en mis pinturas.
Venía después la iluminación de alma, cuerpo y mente en perfecta sincronía; como si se tratase del mismo éxtasis en un pedacito de los Campos
Elíseos. Y finalmente,
aunque no por ello menos importante, la tercera: proseguir con el encantamiento
hasta caer en un estado de suaves delirios inconscientes; experimentar el despojo de los
preciados tesoros nocturnos que guardan los sueños; y preferir arroparse en la memoria propia... Al menos mientras dure este nuevo instante en la vida.
Aunque con todo lo anterior pareciese que sin lugar a
dudas fuese la luna, cabe destacar que el cuerpo celeste que mayormente lograba
llamar mi atención de todo ese espectáculo sin precedentes, era nada más y nada
menos que un modesto astro solitario; una pequeña estrella que, apartándose de
las demás, centelleaba vigorosa como gemela de Polaris, la afamada Estrella Polar.
Me era extraño, sin embargo, que reiteradamente al caer
la noche y mirar al exterior con las persianas corridas, me fuese más que posible
admirarla. Pero lo más curioso de semejante primor ―además de la paralela ubicación respecto a su hermana―, era saber que a pesar de cualquier cosa, a pesar de las celliscas,
las nevadas, e incluso el desplazamiento en la bóveda celeste por del cambio de
estación, siempre se encontraba allí; como si siempre estuviese dispuesta a
cumplir cualquier clase de encomienda con tal que fuese para mí.
Pero eso no lo es todo. Con decirte que, desde las más
remotas de mis pueriles percepciones, había tenido la impresión de que mediante
sus altos y crispados resplandores, no hacía más que obsesionarse con ciertas
prácticas de espionaje ancestral, en las que yo, obviamente, estaba más que involucrada.
Llámame loca; demente; perturbada quizá. Mi psiquiatra está por confirmarme tu
diagnóstico, así que no escatimes. Desde el primer instante en que nos
conocimos, estuve segura que ésta era capaz de aumentar su fulgor sólo con
verme sonreír; capaz de protegerme de la infamia en mis sueños por las noches,
habiendo sido creada exclusivamente para mí.
Por otro lado, ―o quizá como explicación a todo lo anterior―, puedo decir
que a pesar de mi carácter, me considero una chica bastante sensible; una chica
blanda escondida bajo una coraza de piedra. Y desde hace casi dos años a la fecha, he demostrado que mi
sentimentalismo ha ido progresando con el paso del tiempo. Quiero
aclarar: soy sensible; no ridícula. Es por eso que cuando llegaban esas noches
de utopía, y era capaz de apreciar nuevamente las maravillas nocturnas, se despertaba
en mí el lado más tierno y volvía a pensar en él.
De nuevo me he quedado trabada; la verdad he perdido
palabras. Ya ni siquiera sé qué es lo más importante que conozcas del joven a
quien estoy por consagrarle esta especie de texto autobiográfico. Podría
decirte que fue la persona más inteligente, bella, enigmática, intuitiva, piadosa y con cierto grado de conciencia superior, que jamás tuve
―ni tendré― el gusto de conocer; que era todo un
erudito de la lengua y un gurú cuando de cata de vinos se trataba; que tenía además
cierta fascinación por el violín, la pintura, el esgrima, la filosofía, el ajedrez, los relatos de las sangrientas justas medievales, el café irlandés, las magnánimas composiciones de G. F. Händel, la literatura clásica, los tratados ancestrales sobre astronomía, física, química, biología, botánica y otras cuantas disciplinas más, relativas a toda una vida de sibaritismo
ortodoxo; y que del
mismo modo, sentía especial agrado por una de las tantas lociones
pertenecientes a esa renombrada firma americana ―conocida por ti
seguramente― homónima a su
apellido. No obstante, sé que eso a ti ni te va ni te viene, al menos por el
momento; así que aunque suene a redundancia o a idiotez, considero más prudente
iniciar por donde todos comienzan, por el principio. Su nombre era Léonard; definitivamente
un joven único en su especie. Verás más adelante por qué lo digo.