Capítulo IV: Lluvia Imperceptible
―¿Te gusta leer?
Sus increíbles ojos volvieron a fijarse en mí.
―Bastante ―contestó agradecido
por haberle dado continuidad al encuentro―. ¿Qué hay de ti?
―Esto lo dice todo ―suspiré
mostrándole el libro que tenía entre manos.
Léonard miró el ejemplar.
―Ya veo... ―entonces tomó aire y terminó dando un suspiro que lo dijo todo sin
verse en la necesidad de decir algo―. Imagino que no eres de la clase de jovencitas que malgastan su tiempo
libre alaciándose el cabello, mientras esperan colarse en Carré para ver si consiguen alguna clase de cita. Por el
escaso maquillaje que usas en el rostro y ese separador de Nietzsche a la mitad
de un texto de universidad, puedo suponer que tu verdadera personalidad repudia
el estereotipo adolescente y aprecia más el aspecto intelectual... ¿O me
equivoco?
Semejante conjetura me dejó helada. Ciertamente, su
expresión de «sé-lo-que-estás-pensando-en-este-instante»
estuvo a punto de hacerme soltar el libro y correr a casa. No me era
posible concebir que con tan sólo un título y un movimiento mío, pudiese
recibir toda una síntesis perfecta de mi forma de ser, por un extraño sujeto
disfrazado de murciélago que había olvidado presentarse. No obstante, de ahí
que no me quedara de otra más que reconocerle a Léonard ser un excelente observador,
incluso más que yo. Porque tanta solidez en sus palabras y esa inusual
inteligencia suya no hacían más que demostrarme, según mis conocimientos hasta
entonces, que existía cierto grado de madurez muy por encima de otro joven de
su edad.
―Yo soy igual que
tú ―me confesó
pasados unos minutos tratando de aligerar la tensión que le había causado a mis
adentros―. Tampoco suelo
involucrarme mucho en simplezas y futilidades pubertas.
Compartimos entonces una estupenda mirada de complicidad
en contra de la humanidad, y pronto, nos convertimos en los inadaptados más grandes
del mundo. Después comenzamos a mofarnos; a frotarnos las manos, a reír en
silencio conspirando contra el cielo y el averno… ―sólo en nuestras
cabezas para que éstos no se diesen cuenta―.
―Basta de rodeos ―apunté con un ademán
simulando toda esa valentía que me hacía falta―. ¿Te gusta escribir, cierto?
―¡Vaya! Al fin
comprendes que puedes ir tan lejos como tú quieras. ¡Ya no soporto este maldito
protocolo un instante más!
Me quedé perpleja sin entender nada de lo que decía.
―¿A qué te
refieres?
―Reevalúa tus objetivos. No soy el
enemigo.
―¡¿El enemigo?!
―Mientras ordenes
el ataque, no podré acercarme.
―Hablas como si esto
fuese una lucha.
―Soy un
desconocido para ti, ¿no?
―Pues… Sí ―acepté tras un suspiro―. ¿O es que deberías no serlo?
Léonard exhaló afligido por mi declaración. Pensé entonces
que si ésa era la verdad no tenía por qué sentirse mal. Pero luego lamenté volver
a contestarle de forma tan agria y directa; el chico ahora trataba de mostrarse
agradable como para voltearle la moneda con una afirmación como ésa.
―Aún no has respondido a mi pregunta.
Léonard levantó la vista tan pronto como escuchó mi voz.
Retomar la conversación podía reanimarlo y regresarlo hasta su mismo estado original.
―Me fascina.
―¿Y qué es lo que escribes ahí? ―cuestioné
señalando el cuadernillo rojo que llevaba ya un buen rato pasando desapercibido
entre sus manos.
―Cierta clase de basura literaria.
―No lo creo.
Léonard soltó un gesto de satisfacción.
―¿Por qué tan segura?
―Porque has trabajado
bastante tiempo en ello.
―Eso no significa nada.
―Para mí sí. La práctica hace al maestro.
Me crucé de brazos y dejé escapar unos momentos.
―¿Basura literaria entonces?
―Cierta clase ―corrigió.
―¿Una novela? ―y arqueé
las cejas en una quisquillosa búsqueda de la verdad.
―Te equivocas.
―¿Un ensayo tal vez? ―conjeturé
haciendo un esfuerzo para arrebatarle la libreta de las manos. Léonard me
esquivó risueño.
―Non.
―¿Alguna epístola, biografía, pieza teatral?… ¡¿Tu diario?!
―¿Por qué la
insistencia en saberlo?
Luchando por no sentirme indignada, caminé unos cuantos pasos hacia el
sendero adoquinado que atravesaba el parque y me dejé caer sobre uno de los
escaños de madera; la humedad traspasó mis vestidos y rápidamente me llené de
frío.
―Tu mochila ―viendo la calamidad que había causado, Léonard emuló mis
pasos y se sentó a mi lado.
Rápidamente la abracé y me aferré a ella como una balsa en altamar.
―¿Debería callarme
entonces? ―continué entristecida por no haber obtenido resultados.
―Yo no he dicho eso.
Y volví a clavarle la mirada.
―¿Un epílogo de hechizos,
un informe escolar, o el registro de tus deudas personales? ―insistí.
―De acuerdo, de acuerdo. ¡Tú ganas! ―me dijo alegremente en una muestra
de benevolencia―. Aquí no hay nada interesante; sólo son un montón de ridículos
poemas sin sentido.
―Me atrevo a decir que
no te creo ―volví a expresar con fuertes convicciones―. Habrás invertido tiempo
por algún motivo.
―Tal vez ―asintió Léonard cabizbajo.
―¿Una chica?
Pude verlo excitado sobremanera mientras regresaba a su postura
original. Inmediatamente sus ojos resplandecieron como poderosos rayos del sol
atravesando la bruma; su sonrisa se extendió de extremo a extremo mostrando esa
albugínea galantería suya, y mientras su frente se distendía un poco, los
ángulos ahora suavizados de su rostro, lo volvieron más humano; más puro. Menos
animal.
―Aún la amas ―le espeté más en tono de afirmación que de pregunta, mientras
la desilusión en mi pecho empezaba a hacerme añicos por dentro.
―«Aún» no es nada.
Golpe brutal en mi ego. Despecho en el corazón. Odio. Repulsión.
―Pensé que habría
respuesta, pero no ésa ―mentí indignada.
―Conmigo no sirven las
apariencias.
―¿Entonces por qué lo
haces? ¿Por qué me engañas? ¿Por qué me haces creer que…?
―No te engaño. Jamás lo
haría. Por algo estoy aquí, contigo.
Léonard me dejó pasmada.
―Me escribes…
¡¿Poemas?! ―me aventuré incrédula.
―Lo sé. Se supone que no
debería actuar así… ¡Soy un hombre!
Con ese tipo de declaraciones, Léonard se me hizo más
bello todavía. Si un poeta es un artista del romance… Sería bastante útil tener
a alguien como él cerca de mí. Y más aún por mis pinturas.
―Jamás creí que pudieses ser tan tímido. Ni tan romántico.
―¿Tímido? ¡Para nada! ―me contradijo en tono alto cruzándose de brazos
con otra de esas sonrisas coquetas―. Pero comprenderás que nadie, en su sano
juicio, te pregonaría sus sentimientos antes de una observación siquiera ―e
hizo una pausa.
―En eso concuerdo contigo.
―En cuanto a lo de romántico…―concluyó con otra ligera insinuación de su
parte―. Te reto a que lo descubras por ti misma.
X X X X X X
―Por cierto, habías dicho que
no permitirías ninguna clase de proeza.
―Ya lo dije ―reparé con el mismo enfado anterior―. Debo cuidar mis
pertenencias.
Léonard soltó una risotada y trató de contenerla. No pudo. Se llevó
ambas manos a la boca y me miró para solicitar mi aprobación. Cuando comprendió
que yo nunca aceptaría, prosiguió.
Por ende, comprendí las circunstancias. No es que intente
justificarme en lo absoluto, pero hasta entonces jamás había creído que una charla
pudiese detener el tiempo de forma tan perfecta; no al menos de forma total como
ésa. Y ya cuando al fin caí en razón de que el cielo se estaba deshaciendo, terminó
siendo justo en el momento en que el agua se dignó a soltar mi preciosa trenza
de espiga, de esas ultra femeninas al estilo indie.
―¡Diantres! ―gemí cubriéndome el rostro mientras planchaba el mechón
desaliñado con las manos.
―¿Qué sucede?
―¡Mis cosas!
―Pero si las guardaste en la mochila, ¿qué no?
El joven divisó hacia donde mi dedo señalaba, justo debajo de una mata
de rosales. Ambos corrimos y encontramos aquella terrible inmundicia de gomas, tintas, papeles y césped. La hoya poco
profunda en donde se encontraban plantadas las flores, ya había formado un
charco de lodo. A tientas, extraje con urgencia ese valioso texto que Monsieur Gautier
me había facilitado para el examen de historia y lo sacudí en el aire… Y ése fue el fin para el tercer tomo de
una colección de biblioteca. Mi fin como discípula mimada.
―¡Mejor vámonos!
Instintivamente cogí su brazo al levantarme; Léonard se
congratuló a sí mismo por el pequeño gran logro y dejó de verme tan salvaje
como antes. No obstante, a modo contrario y desfavorecedor para él, yo comencé
a notarlo más frágil y delicado después de haberlo tocado. De inmediato pude percibir
los huesos de su antebrazo: la ausencia de musculatura no armonizaba con su
edad, mucho menos con esas ropas tan gruesas como el chaquetón de piel y la camisa
de corte inglés que traía puesta. Vale, con esa insólita enfermedad a cuestas que borraba el color de sus mejillas, normal sería
que el chico estuviese bajo de peso… ¡Que hasta se viese un tanto demacrado por
la notoria falta de sol y vitaminas! Pero me refiero a estar delgado. «Delgado»
y no «escuálido».
―Sonaré como un Don Juan si lo
digo, pero… ¿Podría acompañarte?
Al menos no sería una despedida para siempre; al menos ya
no era tan extraño para mí. Sabía que si yo me atrevía a acceder a su propuesta
no volveríamos a separarnos durante el resto de la noche… Y eso me favorecía.
―¡¿Qué te digo, qué te digo?! ―filosofé intranquila.
Entonces recordé aquél escalofriante «Wanii volo’qqi morsus. Quibus» que tanta desconfianza me causó.
―Podrías decir “sí”.
Repentinamente me dejé invadir por la sospecha al
recordar aquella mirada hermosamente mortecina que me recorría de forma irresistible.
Y luego más de cierta descarga erótica, bastante aterradora. Advertí cómo mi
madre aparecía detrás de sus espaldas haciéndome una seña para que usara la
cabeza. Luego a Karlyn sonreír de ojera a oreja. Decidí mirarlo porque la mejor
respuesta la encontraría en él; sus ojos eran tan profundos que me dejé llevar nuevamente
sin mostrar resistencias esta vez... ¡Ostia!, sólo con verlo nadie podría resistirse
a un ofrecimiento de esa clase. ¡Te lo aseguro!
―Déjame pensarlo…
―fingí unos
instantes según los estándares de urbanidad que debió estar esperando de mi
parte―. Mmm… ¡De
acuerdo!
Los fieles faroles del parque que circundaban los alrededores y la
calzada de adoquín, se fueron encendiendo uno a uno hasta lograr neutralizar la
recién llegada niebla y la ventosa opacidad. Estando ahora inmersos entre la gaseosa turbiedad que nos cercaba, él
decidió aproximarse más. Con ello hubo un nuevo cruce de miradas. Aquel
acercamiento de los cuerpos a distancias cada vez más peligrosas, entumeció mis
sentidos… Ahora sólo el melódico aguacero germinándose en el cielo, fue el
único suceso que siguió haciéndome sentir con vida.
Y mientras el tiempo se ralentizaba, fui conociendo esa forma de mirar
tan forastera a este mundo; tan calmosa, tan bonita… Completa y absolutamente celestial.
Entonces dediqué un par de segundos a buscar explicaciones, y encontré un
halo de luz muy por encima de nosotros. Al momento comprendí que este precisamente,
era quien había despertado a aquella vívida estrella que habitaba detrás de sus
pupilas. Y cuando el astro brilló por dentro de su cuerpo, el resplandor en el
cielo fue más intenso todavía. Más intenso que una explosión cósmica en la
lejanía del universo. Más intenso que revivir un microsegundo entre la fisión de
un núcleo de plutonio y esa terrible reacción atómica en cadena.
X X X X X X
―¡Qué!
―No sé. Algo has de querer que responda, ¿no? ―fanfarroneó como si
estuviese consciente de que de ahora en adelante, él tendría el control total.
Sentí haber sonreído, pero el recelo por haber sido testigo de sus
brujerías, me lo impidió sobremanera. Y en vana búsqueda de ponerle expresión a
mi rostro, preferí tallarme los ojos; preferí hacerme creer a mí misma, que en
todo ese tiempo, había estado dormida.
―La conversación se vuelve desgastante. A ratos pienso que me robas
energía.
Léonard se metamorfoseó en un trozo de hielo de Groenlandia y dio un
paso en retroceso. Su nuevo comportamiento volvió a rasgarme el corazón; pero
pronto recordé su camaleónico talento, y esa sed que él sentía por la
actuación.
Enmudecidos ahora y ya sin nada qué decir, finalmente nos dispusimos a
cruzar el jardín en dirección hacia el poniente, en busca de un atajo que
condujera a Boulevard Moulin, una de las avenidas principales de los suburbios.
Galopamos en teoría unos veinte o veinticinco metros a la izquierda; entonces saltamos
la pequeña verja como conejos silvestres a la par, y rodeamos el estanque hasta
llegar a los plantíos de peonias. Y fue ahí,
justo ahí, cuando empezamos a correr a mayor velocidad; tratando siempre de esquivar
las flores y de trazarnos un sendero que estuviese cubierto por la sombra de
los árboles, para que la lluvia, aun en ese estado de enfurecimiento y brío, no
lograse hacernos tanto daño.
Incluso si tardamos tres minutos en salir del vergel y tocar la acera sobre Rue Jeanne d’Arc, podría decirse que fue poco. No fue
nada tomando en cuenta que mi estatura era más baja, y por ende, mis piernas
más cortas.
―¡Espera, espera! ¡No tan rápido!
Cuando Léonard se hizo consciente de mis súplicas, inmediatamente
trató de perder velocidad hasta lograr una aceleración de cero y quedar varado
justo en la parada de autobús más próxima a nosotros. Entonces, apoyando las manos
en sus rodillas, se dobló sobre sí para tomar aire y lograr recuperarse.
―¡Vaya velocidad la tuya! ―le solté cuando estuvimos a la par.
Su boca se torció con desdén; pero no hacia mí, hacia él.
A pesar de mi ingesta diaria de vitamínicos y complementos alimenticios,
extrañamente mi cuerpo era mucho más débil que el suyo. Por ende y víctima del agotamiento excesivo que producía ácido
láctico en mi organismo, pronto vinieron las náuseas, mareos, escalofríos… Todo
junto pero sólo en mi organismo.
―¿Se siente bien vuestra merced?
Las pulsaciones a mil por hora me hicieron tambalear y
tuve de inmediato que buscar soporte. Jadeante, y ahora con una
de mis manos manteniendo el corazón dentro del pecho, traté de tomar aire.
―¡¿Vue…, vues… Vuestra merced?! ―castañeé desconcertada―. ¡¿Y ahora qué
rayos es esto!? ¡¿Un chiste?!
Cuando su voz se quedaba estática en el aire y lograba reproducirse
progresivamente, sentía una tremenda necesidad de apretarle el cuello con los
pulgares y terminar por desenmascararlo. Con él, así funcionaba mi mente. Simple
condicionamiento operante.
―¿Te sientes bien?
Sus gestos me hicieron sentir como si yo fuese la chiflada.
―¡¿Podrías decirme qué diablos significa eso?!
Aquellas palabras nunca antes salieron su boca; o al menos justo eso era
lo que indicaba su mirada.
―¿Qué significa qué?
―¡Te lo advierto! ―lo amenacé fúrica apuntándolo con el índice derecho―.
¡No juegues conmigo!
En vez de responderme, Léonard me tomó por los hombros y me obligó a
sentarme en uno de los banquillos de la parada de autobús para hacer que más
rápidamente pasara el malestar. ¡Eso de no saber diferenciar entre las burlas o
su extravagancia no era nada bueno!
―Lamento haberte ocasionado todo esto… ―musitó él en una entonación de
voz muy cálida―. Pero cuando el cielo ha escrito tu destino, ni tú, ni yo, ni
todas las fuerzas del mundo unidas, podrán interponerse.
Vino entonces una placidez sobrecogedora. La orquesta del Cosmos empezó
a tintinear mediante melódicas pulsaciones electromagnéticas que viajaban a través del espacio vacío. Si Léonard
no me hubiese ayudado al rodearme con sus brazos, jamás habría descubierto la
verdad. Aquella frialdad impresionante que emanaba de su alma, dejó de ser
enteramente anímica cuando pude palparla con mi propio tacto. Fue entonces
cuando descubrí una minúscula porción de la verdad; y por ende aseguré, que al
menos yo no estaba loca. O al menos, no tanto como esperaba.
―Conozco la fórmula perfecta para cuando la situación se vuelve fría e
incómoda― me soltó con todo el descaro posible convencido de que pronto
cumpliría sus propósitos―. ¿Me aceptas un café?
―¡Vaya, lo que me
faltaba! ―protesté cruzándome
de brazos y más atolondrada que antes―. ¡¿A estas horas?!
―¿Por qué no? ―insistió él―. Siempre es
momento para un deleite de esta clase.
―Pero…
―Conozco un lugar
precioso que te encantará.
―Creo… Creo que
sé a cuál te refieres.
―¿Entonces
aceptas?
Lo siento. Otra vez no pude negarme. Tenía un don de
convencimiento muy grande.
―De acuerdo ―accedí de nuevo entre aires petulantes simulando cierta
clase de miramiento previsor―. Aclaro que es sólo por la sensación de
escalofrío. Además te advierto que mi madre ha de estar por marcarme… Así que no
me puedo demorar.
Léonard me miraba como si extrañamente me hubiera vuelto más atractiva
que él; como si hubiésemos invertido los papeles y ahora el control dependiera
de mis actos. Metamorfosis. Transformación. Tuve poder; tuve grandeza; sentí la
magia… Lo tuve todo hasta que noté un destello rojo que insinuaba esa sutil malicia
en su mirada.
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