Capítulo V: Primer Acercamiento
Lo que había comenzado como un orvallo ventoso,
rápidamente estaba avanzando hasta convertirse en una de las tormentas
eléctricas más violentas del año. El viento dejó de silbar, y todo de repente
se aquietó. Atisbé en las alturas esa voraz serpiente de luz haciendo piruetas mortales
en el horizonte, segundos después escuché un rugido infernal; y vino con ello una
gran detonación. Pude presenciar entonces cierta clase de miedo irracional cuando
se rompió el silencio; como ese miedo resultado de aquel trágico disparo a
mitad del camposanto.
―¡Debemos darnos prisa!
Poco a poco fueron apareciendo ávidamente más cobras
salvajes como antesala a un primer fragor que ensordecía; y de buenas a
primeras, comenzaron a multiplicarse. Entonces mi cerebro dejó de divagar y de inmediato se accionó. Yo respondí al
llamado y aceleré mis pasos.
―¡El agua está helada! ―refunfuñé en un vano intento de ser escuchada―.
¡Helada!
Pero el diluvio era más fuerte que mi voz. Más fuerte que todas mis fuerzas.
Al cabo de un rato mamá fue sumergiéndose en mis pensamientos… Y de un
chispazo a la mitad de la carrera, recordé sus temidas advertencias. De reojo
eché un vistazo al mecanismo en mi muñeca: veinte minutos para las nueve de la
noche. Mis pies empezaron a frenarse sin que las demás partes de mi cuerpo se
opusieran. Concebí entonces un vuelco en la barriga y empecé a sentir cómo su corazón se iba secando por mi
indisciplina; cómo se arrugaba y se encogía como si yo misma lo hubiese privado
de la vida.
―Lo lamento, ya es muy tarde. No me di cuenta… Debo marcharme.
Tras verme a mí hacerlo, Léonard se detuvo en seco bajo
la cornisa del Mussé Local d’Art et
Cinematographie.
―No, no puedes ―me objetó alzando la voz, encarando ahora a un
entrenador que alentaba a su pupilo en medio de un maratón casi fallido―. ¡No me
hagas esto!
Me di por vencida. Una chica rubia de piernas largas fue la primera en
llegar a la línea de meta. El esfuerzo de Léonard había sido en vano…
Tan sólo el cambio de una mirada impenetrable a una suplicante, me hizo
sentir debilidad. Se le veía tan
frustrado, tan mohíno… Afligido por así decirlo; afligido a pesar de ese aire
de poderío y brillantez tan característico de él.
―No quiero más problemas con mi madre ―le solté mientras me arrinconaba contra el muro para
cederle un poco de refugio.
Pero la incitación por conocerme cada vez se volvía mayor.
―Eso ni tú te la crees.
De nuevo la temible agresión al hablar, la absoluta tiranía en cada una
de sus contestaciones.
―Piensa lo que quieras ―le espeté para
bajarle el ego pensando que aún no era demasiado tarde para hacerlo―. Lamento
haberte causado inconvenientes. Buenas noches.
―¡Pero si ya habías accedido!
―Lo sé…
―¿Y tus ansias por tratarme? ―puntualizó antes de verme dar la media
vuelta.
―Bien sabrán esperar.
―De acuerdo, adelante. ¡Vete! Sólo no
des por sentado que yo estaré esperándote.
―¡Y de nuevo esa maldita arrogancia
tuya! ―le solté enfadada por no encontrarle fin a todas aquellas
confrontaciones automáticas.
―Eso es lo que quieres ver para identificarte más rápido conmigo
―rebatió enérgico con la intención de apaciguarme y hacerme callar―. Así que
mejor no hables. No me conoces.
―¿Tú me has de conocer muy bien, o qué?
―¡BASTA!
La incomodidad ocasionada por sus gritos terminó por sacarme una comezón
de los mil demonios. Cuando terminé de rascarme, descubrí que la nuca y buena
parte de mi espalda se asemejaban a una papa hinchada. Una papa hinchada y
adobada.
―Tal vez hasta sea mejor así.
Léonard soltó un bufido más bizarro
que el de un toro.
―Sí. Tal vez lo sea para mí.
Flechazo directo al corazón… Pero ahora
en contra del amor. Indignada, sentí una ardiente necesidad de soltarle una bofetada
para dejarle en claro la estupidez que había dicho. Me contuve y lo maldije con
una sarta de groserías limitadas sólo a mis pensamientos. Velé mis impulsos por
esa precisa incapacidad de soportar aquello. De alguna forma u otra tendría que
notar la injusticia; esa terrible injusticia de obligarme a seguir conversando a
pesar de tener los ojos rasos.
―¡¿Duele, verdad?! ―preguntó él.
Cuando percibí su interrogante como
la más clara muestra de megalomanía humana, el mundo se me vino encima en
cuestión de segundos. Pude entonces comprender esa atracción sado-masoquista como
una trampa mortal en la que estaba a punto de caer. El problema aquí es que yo no
era masoquista... Él tampoco.
―Ahora que vuelvo a sentir cómo la
lluvia baña mi cuerpo, sé de inmediato que esto ha sido todo ―y di un paso en
retroceso―. Me resulta muy difícil de decir, pero me hubiese gustado coincidir
contigo en otro momento de la vida ―suspiré reservando las lágrimas para mis
adentros y aparentando esa misma dureza inquebrantable de la que ya me había
vuelto maestra―. Porque quizá si tú no fueras lo que eres hoy, si yo fuese lo
que tú buscabas, todo habría sido distinto ―y tomé aire―. Así que no nos
culpemos. Este momento no era el indicado. Sólo eso.
Al irme alejando del lugar, elevé la
vista a las alturas… «Sé que no me he portado nada bien en los últimos años ―me
aventuré en un diálogo interno con Dios―, pero… ¿Realmente será él por quien en
verdad vale la pena luchar?»
Crucé la calle sin prestar atención a
los autos. El agua cernida dentro de mis párpados causaba un picor angustiante.
Ahora el cielo encapotado ya no filtraba ni un solo filamento de luz a pesar
del suplicio de la luna. Entonces me lamenté por su juego de palabras con las
mías; por lo que habría pasado y no pasó; porque la pequeña estrella que yo
tanto adoraba ya no aparecía; y porque Dios ni siquiera me escuchó.
―¡¡¡AaaHhhh!!!
Traición. Es lo primero que sucede cuando el amor aumenta y las
oportunidades de estar cerca disminuyen.
―Disculpa. No debí hacerlo.
El chico se volvió hacia mí enteramente acongojado; sabía que una imprudencia
de ésas le costaría caro.
―No te preocupes. Yo hubiese hecho lo mismo.
―Aún así. Te hice daño.
―Por supuesto que no.
―Claro que sí, déjame ver…
―¡Que no! ―y escondí el brazo detrás de la espalda. Léonard lo tomó con
delicadeza y se dedicó a observarlo.
De nuevo una avalancha de hielo sobre mi piel.
―¿Y esa ampolla? ―se apresuró a señalar.
―¿Cuál?
―¡Ésta! ―señaló por encima de mi pulgar para evitar cualquier fricción
que pudiera lastimarme.
―Esa ya estaba ahí.
Pero no era cierto. Con el más leve roce de su piel recordé aquella terrible quemadura en análisis
químico que me había costado una vesícula asquerosa y dos faltas injustificables
en mi kárdex. Léonard me miraba más culposo todavía, casi como si hubiese
estado presente durante mis pininos con nitrógeno líquido. Porque hacerme daño en
el mismo dedo y a mitad del encuentro, era un hecho que ni a él mismo se lo iba
a perdonar.
―No mientas.
―¿Tú la originaste, es lo que estás tratando de decirme? ―argüí enfadada
para librarlo de los malos pensamientos―. ¡¿Por qué te adjudicas todo lo que me
pasa?!
―¡Deja ya de insultarme, rayos!
―Me enferma escucharte preguntar por mí, siendo que quien debería de
preocuparse por ti sería yo― le solté altiva para que comprendiese la gravedad del
asunto―. Estás helado.
―Imaginaciones tuyas nuevamente.
―Por favor, no soy tonta.
Instintivamente Léonard pareció saber a qué me refería. Y luego, cuando sintió
que había «algo más» detrás de aquellas simples palabras, el joven inclinó la
cabeza avergonzado de sí.
―Prometo no volver a tocarte, yo…
―¡Mejor promete volver a casa!
―Eso nunca ―arrastró las palabras en tono mortífero tras atreverse a levantar
la cara―. Y tú tampoco.
Otra vez el ángel perdió su blancura y se volvió terciopelo negro. El
silencio invulnerable y aquel movimiento mecánico en su rostro, me hicieron volver
a experimentar el terror de estar frente a esta criatura del infierno. Lo miré;
él me miró a través de esas enormes piedras nocturnas; letales, obscuras… Sus
labios se movían bajo una voluntad que no era la de Dios. Volví a pensar en
huir, pero mis pies ya se habían enraizado al subsuelo por esas maldiciones que
lanzaba en voz baja. O así lo imaginé. Así lo imaginé por creer que rezaba por
mi alma.
―Con esas temperaturas, no me explico… No me explico cómo…
―Cómo es que sigo vivo ―completó con desdén cuando mis labios se vieron
obligados a callar.
―Trato de decir que… En cualquier momento, puedes… Puedes sufrir un
episodio de hipotermia, o algo así ―corregí turbada por los nervios―.
Mi interés por su estado de salud le asentó de maravilla.
―¿Hipotermia, dices?
―No sé… O hasta incluso algo peor ―y de nuevo el juego del gato y
el ratón comenzaba a ponerme nerviosa―. Además tomando en cuenta que las circunstancias no son favorables en
lo absoluto… ―y extendí la palma de la mano para recoger las gotas y acentuar
la lluvia―. ¡Imagínate! Aún no conozco a tus padres… Ni tu dirección. Ni tus
alergias. Mucho menos tu tipo de sangre... ¡¿Dime tú quién respondería por ti
en caso de emergencia?!
―¿Así que quieres conocer a mis padres?
―No es necesario.
―Acabas de decirlo...
―Sólo si te sucediera algo, cosa que no quiero.
―Pues no te preocupes, estoy la mar de bien.
―Suenas muy seguro.
―Hacía años que no me sentía tan radiante.
Fue así que entre la confluencia de aguas dulces que tallaban
la acera, sentí el impulso de continuar. Pero mi boca ya había soltado una
sarta de palabras tontas; ya no podía echarme para atrás.
―¿Piensas regresar?
―No lo sé.
―¿Quieres regresar?
―No.
―Entonces. ¿Qué es lo que te detiene?
―El tiempo.
―El tiempo no es nada. No existe.
―Siempre está ahí.
―Sí. Pero nunca se detiene. Es como si no existiera.
―Pero mi madre…
―Tu madre seguirá ahí. Igual que siempre.
La lluvia se había tranquilizado, pero los relámpagos entre los cirros y
la niebla seguían produciendo una sonoridad monstruosa que rebotaba hasta el
centro de la Tierra y emergía de ella en forma de sacudidas violentas. El
viento sopló para aglutinar las nubes y hacerlas tronar con mayor fuerza; a
consecuencia terminó alborotando la cabellera del chico forma desastrosa. Sus blancas manos peinaron la limpia y brillante
melena sin complicaciones y Léonard aguardó impaciente en espera de una
respuesta.
―Adelante. Yo te sigo ―suspiré finalmente.
El pasado, el presente y el futuro parecieron hilvanarse en aquel microsegundo. Léonard se llenó de júbilo como si hubiese encontrado un faro en
altamar luego de navegar a la deriva y quiso bailar a consecuencia de forma secreta. Pero cuando se dio cuenta de que la luz haría traslúcidas sus emociones, naturalmente se contuvo y optó transmutar la
alegría a través de un suspiro hondo. Me llené de tranquilidad con sólo ver que engordaba de felicidad. Parecía que mi compañía le hacía falta... Mucha falta.
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